Su acontecer más íntimo es digno de todo su amor; en él
debe usted trabajar, de un modo o de otro, y no perder demasiado tiempo ni
demasiado ánimo en explicar a la gente su posición. Rainer
M. Rilke.
Trabajar por lo que merece la pena es ahondar en nuestro propio valor; es adentrarnos en el camino que nos lleva a nosotros mismos; es ganar en dignidad y en sentido. Trabajar por lo que merece la pena es un acto de amor: a la vida, a la humanidad, a nuestros cercanos, a nosotros mismos. Al trabajar con pasión estamos conquistando mérito para el patrimonio común, ganando altura para todos, oponiéndonos a la mera facticidad, que tira de nosotros hacia el fondo. Al trabajar estamos afirmándonos como constructores, como creadores, como inventores, nos convertimos en presencia ―por más que efímera― en la inmensidad ausente del universo frío.
Nuestras creaciones
sinceras prolongan nuestro ser más allá de nosotros. Se dirá que lo hacen hacia
la nada, puesto que al final han de perderse. Pero es una nada que brilla, una
nada que por un instante tuvo nuestro nombre. Como Sísifo, levantamos nuestra
pesada piedra por la cuesta, aunque sepamos que al alcanzar la cima rodará
ladera abajo. Mientras ascendíamos éramos músculo, fuerza, voluntad. Se dirá
que nada de eso es encomiable, pues no perdurará. Y, sin embargo, su valor no
está en que perdure, sino en que se realice. ¿Cómo podemos estar seguros de que
el tiempo tenga la razón?
¿Qué es lo bueno?
Aquello en lo que estamos presentes. No ―necesariamente― lo
que está a nuestro favor, no lo que nos glorifica, sino lo que nos despliega, y
nos enciende, y a la larga nos consume. El futuro es un sueño esquivo: solo el
presente nos pertenece. Voluntad que se ejerce, que insiste frente a la
resistencia del mundo: eso es todo lo que podemos pretender ser. Sísifo.
Pero, ¿por qué
ponernos a trabajar, se dirá, por qué no dejarse ir y descansar? ¿Por qué no
remitirse, como ya se proclamó, al derecho a la pereza? La pereza creativa es
también tarea: el ineludible silencio sobre el cual se imprime la melodía de
nuestra actividad. La pereza es el suelo que sostiene la tarea y el techo que
la regula, la hace humana, la contiene para que no sobrepase nuestra medida. Pero la
pereza sola no tendría valor si no hubiera un impulso al que ponerle pausa. La
pereza sola es simplemente ausencia, que no es ni buena ni mala, simplemente
indiferente. Somos pasión e intento, nada nos es más extraño que la
indiferencia.
La pereza no nos
haría felices; tampoco cualquier trabajo. Solo aquel que surge del afán y se
desarrolla a sí mismo, sin dar cuenta más que de ese ímpetu. El trabajo útil
tiene el valor de los objetos que están a nuestro favor: las herramientas que
hacen más fructíferas nuestras manos. Pero demasiado pragmatismo nos aleja de
la poesía, que es emoción. Además, y esto es lo peor, el pragmatismo le ha
robado al individuo la propiedad de su trabajo, y lo ha convertido en esclavo
de la codicia de otros. Marx lo describió con precisión estremecedora: el
trabajo en el capitalismo es alienante, palabra que nos recuerda que somos
desposeídos, que hay otros que se apropian de nuestra pasión, la domestican, la
parasitan, la ponen a su servicio. Odiamos con razón ese trabajo que nos
somete, que nos impone su tarea en lugar de servir a la nuestra.
Y, sin embargo,
incluso ahí, ya que no tenemos más remedio que transigir con ese sometimiento,
podemos intentar reivindicar algún instante de poesía. Mientras luchamos por
recuperar la libertad y la dignidad, podemos buscar maneras de ser creadores.
Es nuestra libertad última, la que no pueden robarnos, la del preso que permanece libre dentro de sus sueños y sus pensamientos.
El capitalismo
salvaje nos ha escatimado incluso los refugios del estado del bienestar: hemos
completado nuestro largo camino hacia la condición de máquinas. El trabajo ya no
es ni una oportunidad ni una garantía: apenas una mustia obligación. Nunca lo pedimos
con tanta angustia, y probablemente nunca nos sentimos tan atrapados en él.
Pero en ese
sometimiento alienta aún un ápice de anhelo, de ardor, de obstinación. Mientras
llegan la revolución o la debacle, podemos resistir en el baluarte de nuestros
sueños: poner buen gusto donde solo parece quedar yerma productividad. Convertirnos
en cómplices de quienes se rebelan: con una sonrisa, con un gesto de solidaridad,
con un soplo a la desfalleciente brasa del entusiasmo por las cosas bien
hechas. Mientras bajamos la cabeza, disimuladamente, podemos procurar avanzar
en la dirección de nuestros sueños. Así, cuando un día se desmorone la fiebre
saqueadora de los amos y el futuro se les caiga, hecho trizas, de las manos, tal
vez hayamos puesto las bases de un mundo en el que los que sobrevivan puedan obstinarse,
gozosos, en una tarea que valga la pena.
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