¿Adónde iremos a parar?, exclamaban nuestros abuelos, escandalizados por los cambios que sacudían su mundo y resquebrajaban sus certezas. Hoy nos hacemos la misma pregunta, seguramente con más inquietud. ¿Cómo explicar esta zozobra? ¿Acaso no vivimos mejor que ellos, no disponemos de más recursos, no sabemos más cosas? A decir verdad, es posible que sepamos demasiado, y que ignoremos lo que necesitamos saber. Vivimos una época en la que se precipitan los acontecimientos. La información nos arrecia como un temporal sin tregua. Ni nuestro cuerpo ni nuestra mente están hechos para tal diluvio de estímulos. Muchos de ellos graves e inquietantes. El hombre contemporáneo no sabe qué hacer con tanta información, que se le amontona sin darle tiempo a asimilarla. Vive con el malestar de una baraúnda de sucesos, y sobre todo de una saturación de emociones que le zarandean violentamente y de inmediato son sustituidas por otras. Es como un estrépito emocional confuso y ensordecedor, en medio...
Convivir es una tarea. Una fiesta amena y variopinta que, como todo, tiene su precio. La gente da trabajo: necesita, pide, espera, engaña, sufre, presiona, sobresalta, confunde, abruma... Es un quehacer gozoso cuando amamos, y agotador en el conflicto o en la indiferencia. La cuestión es que esto cambia continuamente. Vivimos, con respecto a los demás, en una permanente tensión entre lo que necesitamos y nos atrae o complace, por un lado, y aquello que nos carga o nos fastidia por el otro. En cada movimiento hay que elegir, optar entre una de las dos posibilidades: acercarnos y entregarnos al juego, o distanciarnos y mantenernos al margen de él. El que no participa se mantiene a salvo, pero una parte de nosotros no quiere estar (demasiado) tranquila; se aburre y languidece sin barullo. Una parte de nosotros disfruta con el juego de lo osado y lo imprevisible. Y a veces manda. La situación —nosotros, los demás, el contexto en el que nos relacionamos o podemos hacerlo— varía a cada...